Gracias de corazón

VER:
La expresión “gracias a Dios” se utiliza en general para expresar un sentimiento de alegría o alivio por algo que ha sucedido. En una oficina, una persona llevaba toda la mañana intentando solucionar un problema; cuando al final lo consiguió, exclamó juntando sus manos: “¡Gracias, Dios mío!” Algunos compañeros se extrañaron y burlaron al oírla, porque se notaba que no había sido una simple frase hecha, sino que lo había dicho de corazón: realmente estaba dando gracias a Dios.
JUZGAR:
Hemos escuchado dos ejemplos de dar gracias a Dios de verdad, de corazón. En la 1ª lectura, Naamán el sirio, cuando “quedó limpio de su lepra”, exclamó: “Ahora conozco que no hay en toda la tierra otro Dios que el de Israel”. Y en el Evangelio, el leproso samaritano que había sido curado “se postró a los pies de Jesús, rostro en tierra, dándole gracias”.
Muchas veces, nosotros nos parecemos a los nueve leprosos: olvidamos decir “gracias”, de corazón, a los demás y a Dios. A los demás, porque actuamos dando por hecho que “tienen” que hacer por nosotros lo que hacen, como si fuera un derecho nuestro. Y así no somos capaces de ver ni de valorar los gestos gratuitos de generosidad y de amor que tienen para con nosotros.
Y olvidamos dar las gracias a Dios porque tenemos con Él una relación de tipo comercial: “Te doy para que me des”. Acudimos a Él con nuestras oraciones, ofrendas, donativos… para que nos conceda lo que le pedimos; y, una vez hemos obtenido lo que buscábamos o esperábamos, seguimos nuestro camino, como los nueve leprosos.
Para dar gracias de corazón, a Dios y a los demás, nos hace falta pararnos y volver sobre nuestros pasos, como “Naamán y toda su comitiva que regresaron al lugar donde se encontraba el hombre de Dios”, y como el leproso que, “viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos”. Para ambos, dar las gracias no fue un simple gesto de cortesía, sino el inicio de una nueva vida, gracias a Dios.
Hoy se nos invita a pensar en padres, abuelos, amigos, educadores, personas de fe, y otras personas de las que hemos recibido mucho más de lo que implica un simple cumplimiento del deber. Y debemos darles gracias de corazón por todo lo que han hecho por nosotros.
Pero además, como cristianos, en estas personas reconocemos un reflejo del amor de Dios, y el agradecimiento que sentimos hacia ellas nos ayuda a reconocer la presencia del Señor a nuestro lado. Hoy también se nos invita a pensar en todos los dones que hemos recibido de Dios, y que son eso: dones, regalos; y pensemos en esos momentos y situaciones en los que hemos experimentado la acción de Dios; y, sobre todo, en cómo nos ha “limpiado” de nuestra “lepra”, de nuestro pecado, dándonos la oportunidad de seguir adelante con nuestra vida. Y en ese volver sobre nuestros pasos descubriremos que todo eso lo ha hecho y lo hemos recibido por puro amor suyo, gratuitamente, sin ningún merecimiento por nuestra parte. Y esto es lo que nos llevará a darle gracias de corazón, y a vivir toda nuestra vida con actitud de agradecimiento.
Es necesario saber dar gracias al Señor de corazón, porque la gratitud nos llevará a reconocer y atestiguar su presencia, y también a reconocer y valor la importancia de los demás.
ACTUAR:
¿Somos capaces de saber decir “gracias” de corazón, o lo hacemos superficialmente? ¿Nos decimos “gracias” en la familia, entre los amigos, en la comunidad parroquial, en el trabajo…? ¿Damos gracias de corazón a quien nos ayuda, a quien está cerca de nosotros, a quien nos presta algún servicio, por pequeño que sea? ¿Cuántas veces decimos de corazón: “¡Gracias, Dios mío!”?
Para nosotros, el dar gracias a Dios ha dado nombre al Sacramento más importante: la Eucaristía, que significa acción de gracias. La Eucaristía dominical es el momento para volver sobre nuestros pasos y reconocer la presencia y acción de Dios y de los hermanos, y darles las gracias de corazón.
Que la Eucaristía nos enseñe a ser personas agradecidas, porque eso nos ayudará a ser “Peregrinos de Esperanza”, como nos pide el Jubileo. Seremos portadores de esperanza porque hemos descubierto y damos testimonio de que el Señor se hace presente en nuestra vida para que, como le ocurrió al leproso, por nuestra fe en Él podamos alcanzar la salvación.