Orgullo y prejuicio

VER:
Una de las más conocidas novelas de la escritora Jane Austen se titula “Orgullo y prejuicio”. Los protagonistas, el uno por el orgullo de su posición social, y la otra por el prejuicio que siente hacia él y su forma de actuar, ven muy dificultada su relación de amor (aunque al final acaba bien). El orgullo es un sentimiento exagerado de satisfacción por los logros, capacidades o méritos propios, que lleva a creerse y sentirse superior a los demás; y el prejuicio es una opinión previa, por lo general desfavorable, acerca de algo que se conoce mal, y que lleva a rechazarlo de entrada.
JUZGAR:
Son múltiples los ejemplos de “orgullo y prejuicio” que encontramos a nuestro alrededor: en persona, en medios de comunicación, en redes sociales… Vemos el orgullo en personas que se creen superiores por su atractivo físico, por sus bienes materiales, por sus profesiones, por su posición social o política… personas a las que incluso se considera triunfadoras, modelos a seguir.
Vemos el prejuicio en personas que rechazan de plano a determinados grupos sociales, razas, culturas, a quienes tienen diferentes opiniones políticas, a quienes desempeñan una profesión o actividad determinada… Este orgullo y prejuicio dificulta mucho la convivencia social e incluso produce enfrentamientos, a veces muy graves.
También en la vida de fe caemos en el orgullo y el prejuicio. En el orgullo, cuando creemos que nosotros somos “los buenos”, mejores que los no creyentes o los fieles de otras religiones; o creemos que nuestra parroquia, comunidad, movimiento o asociación es superior a otros grupos o miembros de la Iglesia; o pensamos que ocupamos una determinada responsabilidad o hemos recibido un nombramiento porque “lo merecemos”. Y en el prejuicio caemos cuando nos consideramos poseedores de “la verdad” y rechazamos de entrada a otras personas y grupos sociales que no comparten nuestra visión de la realidad o nuestro modo de vivir la fe. Este orgullo y prejuicio también dificulta no sólo la comunión eclesial, sino nuestra misma relación con Dios, porque, como en el caso de los protagonistas de la novela, nuestra relación con Dios debe ser (y sólo puede ser) una relación de amor, y el verdadero amor está reñido con el orgullo y el prejuicio.
La Palabra de Dios nos invita a luchar contra ellos potenciando una actitud hacia la que también hay mucho prejuicio, tanto en la sociedad como también, como hemos visto, entre quienes somos y formamos la Iglesia: la humildad. Porque humildad no es sinónimo de ser despreciable o poca cosa. Al contrario, la humildad es el reconocimiento de que nuestras capacidades, talentos, posición social, bienes… son dones de Dios, y obramos desde esa conciencia, sin orgullo ni prejuicio.
Por eso la 1ª lectura hemos escuchado: “Actúa con humildad en tus quehaceres…” Y en el Evangelio, “Jesús entró a comer encasa de uno de los principales fariseos para comer y notando que los convidados escogían los primeros puestos, les decía una parábola: Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto principal… vete a sentarte en el último puesto”. A cada uno de nosotros nos corresponde revisar desde esta Palabra de Dios nuestro grado de humildad: en mis quehaceres cotidianos, ya sea en casa, en mi lugar de trabajo o estudios, con mis amigos, en actividades de ocio… ¿actúo con humildad, o con orgullo y prejuicio?
¿Busco “los primeros puestos”? ¿Me hago de notar, aunque sea de modo indirecto? ¿Quiero ser tenido en cuenta, que mi trabajo sea reconocido y valorado? ¿Utilizo las redes sociales con este fin?
ACTUAR:
Como en la novela, el orgullo y el prejuicio dificultan cualquier relación, y más aún una relación de amor. Y Dios se nos ha revelado como una comunión de amor, y estamos invitados a participar de esa comunión. Para ello, nuestra relación con Dios ha de ser una relación de amor, un amor humilde porque reconocemos que no somos merecedores de este gran don. Y Jesús, el Hijo de Dios, nos mostró cómo hemos de practicar este amor: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón…” (Mt 11, 29); “Si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros”. (Jn 13, 14) Eliminemos pues todo orgullo y prejuicio en todas las dimensiones de nuestra vida, y aprendamos de Jesús a ser verdaderamente humildes, para que, como en la novela, también “acabe bien” la historia de amor entre nosotros y el Misterio de comunión de amor que es Dios.