¿A quién le importa?

VER:
De vez en cuando aparece en los medios una triste noticia: es encontrado el cadáver de una persona que llevaba semanas o meses muerta, pero nadie se había dado cuenta. Podemos imaginarnos el sentimiento de soledad que experimentarían estas personas, día tras día, sabiendo que nadie las esperaba, que nadie las echaría en falta. Un sentimiento que afecta también a personas que sufren una soledad peor, que es la de sentirse solas estando acompañadas. Quizá nos sentimos así y, parafraseando el estribillo de una canción de Alaska y Dinarama, podemos preguntarnos con verdadero dolor: “¿A quién le importa lo que yo haga, a quién le importa lo que yo diga?”.
JUZGAR:
El Evangelio de hoy corresponde al capítulo 15 de san Lucas, conocido como el de “las parábolas de la misericordia”: la oveja perdida, la moneda perdida y el hijo pródigo, aunque esta última deberíamos denominarla, en consonancia con las otras, “los hijos perdidos”.
Un denominador común de estas tres parábolas es la pérdida. Y en un primer momento, podríamos preguntarnos: “¿A quién le importa que se hayan perdido?”
Teniendo cien ovejas, por una que se pierda, ¿a quién le importa? No merece la pena ir a buscarla.
Teniendo diez monedas, por una que se pierda, ¿a quién le importa? Podrán tener un valor sentimental, pero no merece la pena el trabajo de encender una lámpara, barrer la casa y buscar con cuidado… seguramente lo que pensaríamos sería: “Ya aparecerá”, y no perderíamos más tiempo.
En cuanto a los dos hijos… El menor realmente insultó a su padre pidiéndole la parte que le tocaba de la fortuna. Es como si le hubiera dicho: “No puedo esperar a que te mueras para heredar”. Y se fue porque quiso, nadie le echó, así que: “¿A quién le importa lo que le pase? Él se lo buscó”.
En cuanto al hijo mayor, aunque no se había ido físicamente de casa, también estaba “perdido”, porque ni conocía a su padre ni era consciente de lo que significaba estar siempre con él. Pero: “¿A quién le importa su indignación y sus protestas? Ya se dará cuenta y se le pasará el enfado”.
Pero hay otro denominador común de estas tres parábolas: la misericordia de Dios. Si nos preguntamos a quién le importan esas pérdidas, la respuesta es muy clara: “A Dios”.
Dios es ese Pastor al que le importa una sola oveja perdida y, por eso, deja las noventa y nueve en el desierto y va tras la descarriada. Dios es esa Mujer a quien le importa una sola moneda perdida y, por eso, enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado hasta que la encuentra.
Sobre todo, Dios es ese Padre al que le importan todos sus hijos, y que, cuando su hijo menor todavía estaba lejos, se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos.
Dios es ese Padre que, cuando vio que su hijo mayor no quería entrar en el banquete, salió e intentaba persuadirlo con amor y paciencia: Hijo, tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo.
Y el Evangelio de hoy no son simplemente “palabras bonitas”. En la 2ª lectura hemos escuchado la experiencia vivida por san Pablo: de estar perdido (antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente). Y, después, de haber descubierto que a Dios le importaba: (Pero Dios tuvo compasión de mí porque no sabía lo que hacía pues estaba lejos de la fe).
ACTUAR:
Todos podemos “perdernos” o sentirnos perdidos en algún momento: a veces porque somos como esa oveja, que buscamos “otros pastos”, otros “dioses”, como el pueblo de Israel en la 1ª lectura; otras veces somos como esa moneda, y no sabemos cómo nos hemos perdido, cómo nos hemos metido en la situación en que nos encontramos; otras veces somos como el hijo menor, queremos “disfrutar de la vida”, hacer lo que queramos, vivir sin Dios; otras veces somos como el hijo mayor, y Dios es para nosotros un opresor que sólo nos da trabajo y pocas alegrías; otras veces, como a san Pablo, nos pesa nuestro pasado y dudamos de que Dios pueda aceptarnos.
Todos podemos identificarnos con cualquiera de estas experiencias de vida. Todos podemos sentirnos perdidos aunque estemos rodeados de gente, y preguntarnos: “¿A quién le importa lo que yo haga?”. Y puede ser que realmente no haya nadie a quien le importe; pero hoy el Señor nos recuerda que a Dios Padre sí que le importo, y que siempre va a estar buscándome y esperándome.