No seamos importunos

VER:
A todos nos ha pasado alguna vez: suena el teléfono, vemos quién nos llama, y resoplamos, porque sabemos que esa persona es muy pesada y nos va a ocupar un buen rato, sin que haya realmente nada urgente ni necesario de qué hablar. A veces, no respondemos a la llamada; otras veces, con resignación, respondemos pero por obligación, sin ganas de hablar con esa persona.
JUZGAR:
Hoy la Palabra de Dios nos ha presentado a dos personas que podríamos decir que son de ese tipo. En la 1ª lectura, parece que Abraham se pone pesado con el Señor, repitiendo todo el rato lo mismo en una especie de regateo interminable: Si hay cincuenta inocentes en la ciudad… Y si faltan cinco para el número de cincuenta inocentes… Quizá no se encuentren más que cuarenta… ¿Y si se encuentran treinta? ¿Y si se encuentran allí veinte? ¿Y si se encuentran diez? Y también parece que Dios, como hacemos nosotros cuando hablamos por teléfono con una persona pesada, va respondiendo cada vez: Perdonaré a toda la ciudad en atención a ellos… No la destruiré si es que encuentro allí cuarenta y cinco… si encuentro allí treinta… En atención a los veinte… a los diez, no la destruiré… Y nos imaginamos a Dios pensando como haríamos nosotros: “Que acabe de una vez este pesado…”
Y en el Evangelio hemos escuchado una parábola sobre dos amigos, a uno de los cuales se le califica como “importuno”, es decir, molesto, “pesado”, porque durante la medianoche fue a pedir tres panes al otro, que ya estaba acostado. No se le ocurrió caer en la cuenta de la hora que era, ni que el otro estaría descansando junto con su familia; necesitaba algo y lo pidió, sin más. Pero aun así, a pesar de esa importunidad, el amigo se levantó y le dio lo que necesitaba.
La Palabra de Dios nos invita a reflexionar sobre cómo es nuestra oración para ver si somos importunos, “pesados” con Él. No es que no tengamos que pedirle lo que pensamos que necesitamos; de hecho, Jesús así nos lo ha dicho en el Evangelio: pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá. El problema es nuestra actitud, cómo dirigimos a Dios nuestras peticiones.
Porque muchas veces caemos en lo que denunció Jesús, en el texto paralelo al que hoy hemos escuchado: Cuando recéis, no uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso (Mt 6, 7), y nos ponemos a pedir con un reguero interminable de palabras. Por eso Jesús nos dice cómo debe ser nuestra oración para no ser importunos, “pesados”: Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu nombre, venga tu Reino… El Padre nuestro, la oración dominical, si somos conscientes de lo que estamos diciendo, encierra en sí todo lo que necesitamos pedir a Dios. San Agustín lo expresó admirablemente en su “Carta a Proba” (Oficio de Lectura semana XXIX): “el cristiano, sea cual fuera la tribulación en que se encuentre, tiene en esta petición su modo de gemir, su manera de llorar, las palabas con que empezar su oración, la reflexión en la cual meditar y las expresiones con que terminar dicha oración. Porque todas las demás palabras que podamos decir, bien sea antes de la oración, para excitar nuestro amor y para adquirir conciencia clara de lo que vamos a pedir, bien sea en la misma oración, para acrecentar su intensidad, no dicen otra cosa que lo que ya se contiene en la oración dominical, si hacemos la oración de modo conveniente”.
El Señor hoy nos invita a no ser importunos sino a cultivar una oración sencilla pero verdaderamente confiada: porque todo el que pide recibe, y el que busca halla, y al que llama se le abre. Si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que le piden? Porque el Señor “pretende que, por la oración, se acreciente nuestra capacidad de desear, para que así nos hagamos capaces de recibir los dones que nos prepara”, y que nos otorga por su Espíritu.
ACTUAR:
¿Cómo reacciono ante personas importunas, pesadas? ¿Reconozco que yo también actúo así? ¿En mi oración soy importuno con Dios o confiado? ¿Pido el Espíritu Santo y sus dones en mi oración?
Procuremos no ser importunos con Dios en nuestra oración, sino sencillos y confiados. Para ello, oremos de forma pausada el Padre nuestro, que sintetiza todo lo que necesitamos pedir, porque “una cosa son las muchas palabras y otra cosa el efecto perseverante y continuado. Pues del mismo Señor está escrito que pasaba la noche en oración y que oró largamente. Lejos, pues, de nosotros la oración con vana palabrería; pero que no falte la oración prolongada mientras persevere ferviente la atención. Hablar mucho en la oración es como tratar un asunto necesario y urgente con palabras superfluas. Orar, en cambio, prolongadamente es llamar con corazón perseverante y lleno de afecto a la puerta de Aquél que nos escucha”. (San Agustín, carta a Proba)