El mar de la vida
VER:
Estamos ya en plena época estival, y como muchas personas van a pasar sus vacaciones a un sitio de playa, la imagen típica de estos días es la de la arena, un paseo marítimo, terrazas de bares y chiringuitos, gente tomando el sol en tumbonas, o paseando o haciendo deporte… Si no hay aglomeraciones, resulta muy relajante poder sentarse frente al mar y simplemente contemplarlo, dejar que el sonido de las olas y la brisa lleguen hasta nosotros. Pero por desgracia a veces hemos visto que esta imagen idílica se trunca cuando sobreviene una tormenta fuerte y ese mismo mar cobra una furia impresionante, inunda los lugares cercanos y arrasa paseos y terrazas. Parece increíble la fuerza que llegan a desarrollar las olas y la destrucción que pueden provocar.
JUZGAR:
Es bastante común hacer una analogía y hablar del “mar de la vida”, porque, sobre todo en los países de cultura occidental, la vida suele discurrir de un modo más o menos tranquilo, apacible y sereno, como un día de verano junto al mar, pero de repente puede ocurrir algo en nosotros o en nuestro entorno que hace que desaparezca esa tranquilidad y serenidad, y sentimos como si huracanes y olas nos golpearan. En otros países, por desgracia, comprobamos que la vida de la gente en general, y la de los cristianos en particular, es como un constante mar en fuerte marejada.
Por eso, metidos en el mar de la vida, debemos ser conscientes de que en cualquier momento podemos vivir la experiencia de los discípulos, como hemos escuchado en el Evangelio, y también gritamos: ¿no te importa que nos hundamos? Y la respuesta que Jesús nos dirige es la misma que dio a sus discípulos: ¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?
Este tiempo de verano, en el que parece que el ritmo habitual de la vida se relaja un poco, o al menos cambia, no es un tiempo muerto, de “calma chicha”. Si tenemos la suerte de que el mar de nuestra vida no está sacudido por “huracanes y olas”, deberíamos aprovecharlo para, desde esa tranquilidad, responder con sinceridad a esas dos preguntas de Jesús y evaluar nuestra fe.
Podríamos aprovechar para hacer un ejercicio de contemplación, empezando por preguntarnos como hicieron los discípulos: ¿Quién es éste? ¿Quién es Jesús para mí? ¿Creo que de verdad es el Hijo de Dios hecho hombre, o lo veo ante todo como un hombre extraordinario pero me cuesta creer en su divinidad? Porque quizá, como no tengo claro quién es Jesús, experimento cobardía y falta de fe ante los huracanes y olas que a veces encrespan el mar de mi vida.
Quizá necesite profundizar en lo que ha dicho san Pablo en la 2ª lectura: Cristo murió por todos para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos. Quizá, aunque estemos en pleno verano, necesito tener más presente lo que celebramos en Semana Santa: que Cristo es quien, por amor a nosotros y por nuestra salvación, se sometió incluso a la muerte y una muerte de cruz. Quizá necesito recordar que Cristo nos ha amado hasta el extremo, y que la conciencia de ser amados así es lo que, en el mar de la vida, nos hace afrontar los huracanes y olas con valentía y con fe.
ACTUAR:
¿Cómo describiría el mar de mi vida: en calma, con olas, encrespado, con marejada o fuerte marejada? ¿Qué huracanes y olas me han azotado o azotan? ¿Cuál es mi reacción: con cobardía y sin fe, o con valentía y con fe? ¿Siento la presencia activa de Cristo, o me parece que está dormido? ¿Quién es Él para mí?
Hacernos estas preguntas y responderlas no piadosamente, sino con sinceridad, nos ayudará a ser conscientes de que Cristo está con nosotros en el mar de la vida, que Él es verdaderamente el Dios-con-nosotros, que nos amó hasta el extremo y que en cada Eucaristía actualiza esa entrega por amor. Como decía San Pablo en la 2ª lectura: El que es de Cristo es una criatura nueva; pues, alimentados con la Eucaristía, vivamos la novedad de Cristo. Es cierto que los huracanes y las olas seguirán azotando el mar de nuestra vida, pero podremos afrontarlos con fe, no nos hundiremos porque como hemos dicho en la oración colecta: jamás dejas de dirigir a quienes estableces en el sólido fundamento de tu amor, el amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro (cfr. Rm 8, 39).